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el gorrión
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Ensayos

El aguador (el negro jefe)

«Que al equipo no le falte agua.»

Sam Walker es un escritor norteamericano que escribió un libro titulado: The Captain, una investigación científica que busca descubrir qué tienen en común todas las dinastías deportivas que logran imponerse en un período considerable de tiempo. Dicha investigación parte de la siguiente hipótesis: Para lograr sostener el éxito en el tiempo es necesario tener jugadores dominantes y un alto presupuesto. Una vez finalizado el proceso de investigación, el resultado no coincide con la hipótesis, parece que el factor común de esos equipos es otra cosa, esa cosa se llama: «El aguador».

¿Qué es un aguador?

Un aguador es la persona capaz de lograr cohesión en un equipo a partir de su espíritu, alguien con una mirada holística, alguien que hace prevalecer el resultado del equipo por sobre su prestigio, por sobre sus intereses y de ser necesario, dispuesto a ubicarse en el más profundo anonimato. Tim Ducan para los San Antonio Spurs, Charles Pujol para el Barcelona, Horace Grant para los Chicago Bulls, Bill Russell para los Boston Celtics, Wayne Shelford para los All Blacks, Mireya Luis para la selección Cubana de Voley, entre otros tantos de otras dinastías históricas del deporte.

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Cuentos

Un barrio

Terminaba ansioso el café con leche junto al refuerzo de mortadela para salir despedido de la cocina, tomar una acelerada carrera por la vereda del rancho, saltar limpiito el portón negro de hierro y llegar hasta la calle; ahí levantaba la mirada para ver el campo baldío con la ilusión de encontrar vecinos en la canchita. Me gustaría contarles lo variada y polifacética que fue mi niñez, pero no, lo único que me importaba era jugar al fútbol, partidos barriales y precarios. La escuela era una obligación que sólo servía para tener a mis padres tranquilos y dadores de licencia para ir jugar. Parece mentira, cada tanto tribulo el tiempo que perdí jugando al fútbol en mis jóvenes años, en lugar de aprender a tocar la guitarra, leer libros de cuentos o hacer otras actividades de esas que te agudizan los sentidos, y los placeres.

Nací en un suburbio, clase obrera trabajadora, construcciones irregulares, techos livianos, calles de balasto, ausencia de saneamiento y también de pensamiento. En mi casa no había libros ni instrumentos musicales, la vida de mi hogar estaba signada por la abnegación de mis padres, tareas del hogar, trabajar muchas horas para al fin volver a hacer las tareas del hogar y volver trabajar muchas horas. Mi padre era empleado de una fábrica, fue muy difícil verlo cada primero de año, ya que hacía turnos para recolectar dinero extra. Mi madre argüía que su intención era pagar nuestra educación. El tiempo libre de mis padres estaba destinado exclusivamente a los entretenimientos televisivos y los noticieros. En mi casa estaba terminantemente prohibido ver programas didácticos o dibujos animados mientras se transmitía Grandes Valores del tango o el Informativo.

Mis viejos no tenían la culpa, fueron rehenes de los medios de producción y la industria del entretenimiento ¡Sí! Esa que te obliga a tener sentido común. En mi casa se discutía, pero no se discurría; estaba preestablecido vivir la vida para llevar un orden; ser un empleado responsable, trabajar muchas horas, no deber dinero a nadie y seguir los dogmas pautados por la lectura oficial. Estudiar de forma ortodoxa hasta donde se pudiera, conseguir un trabajo, una pareja, no meterse en problemas, casarse y al fin, terminar repitiendo la misma película una y otra vez.

Soñar estaba cuasi prohibido, ya que debíamos aceptar la vida que nos había tocado sin chistar. Jugar al fútbol como Francescoli o tocar la guitarra como Paco de Lucía eran proezas imposibles, dado que esos dones eran otorgados por una gran varita mágica que nunca visitaría nuestro hogar. No obstante, en aquellos años había algo que me preocupaba aún más; la indeseable hora de dormir la siesta; así que con el fin de esquivar dicho martirio, utilizaba el artilugio de colocar almohadones en mi cama para simular la presencia de un cuerpo y me escurría por la pequeña ventana del dormitorio. Había que ser flaco, de lo contrario, era imposible escapar. Allá me iba en silencio al encuentro de los verticales rayos del sol, el bravo cantar de las chicharras macho y mis amigos, los vecinos. A esa hora no se jugaba al fútbol, más bien cazábamos con la onda, trepábamos al viejo laurel o competíamos al tejo por figuritas o al hoyo, por bolitas. Mi cuadra era muy corta, balasto lleno de pozos, callejón cerrado con una alambrada al fondo que separaba un campo repleto de chircas donde cruzaban las vías del tren; sincopado sonido que, junto al ladrido de los perros, eran los responsables de alterar el ritmo del barrio.

En aquellos tiempos sólo habían dos maneras de ganarse el respecto de tus pares; ser un camorrero temerario o bien, un excelso jugador de fútbol; si no querías ser un bravucón, al menos tenías que ser elegido dentro de los dos primeros turnos en una pisadita; de no ser así pasabas a ser un simple jugador de relleno. Los buenos jugadores no sólo estaban exentos de las palizas de los camorreros, sino que eran vistos con admiración y respeto por los adultos, por ende, mi superveniencia estaba supeditada a ser un busca pleitos empedernido o bien, ponerme a practicar la zurda contra la pared, mejorar los cambios de ritmo y pegarle con comba.

Escucho que muchas personas hablan con nostalgia y felicidad de su niñez; no fue mi caso, la mía fue una prueba de supervivencia; cuando la maestra nos explicaba las causas del éxodo del pueblo oriental, me encontraba pensando cómo esquivar las piñas de los más grandes a la salida de la escuela o ideando ‘driblings’ para combatir con fútbol las embestidas de mis vecinos. Les juro que cuando niño esas eran las únicas cosas que realmente me importaban; poco tenía que ver eso con la felicidad; la dicha es otra cosa, quizás la que siento hoy haciendo arpegios con la guitarra, leyendo “En busca del tiempo perdido” o viendo a mi madre dibujar y haciéndolo bien. Hoy destina menos tiempo a las tareas del hogar y más tiempo a su abnegada alma.
Sin embargo, estaría faltando a la verdad si dijera que en mi barrio no aprendí nada; en esos años me enseñaron a tolerar la frustración, aprendí a perder y a saber separar los sin vergüenzas de los buenos tipos, porque en el potrero, los que garronean los ‘corners’ son los que te roban las novias; de la misma manera que los buenos perdedores son los mismos que prestan bolitas. En esas calles plagadas de tugurios, el respeto no era un bien de consumo, sino un premio de pocos.

Ya no quiero volver ahí, mi niñez ha cambiado y pertenece a otro tiempo; quiero ir a otros lugares, con otras gentes, pero sin olvidar que mi sangre está matizada de ese lugar; con el recuerdo de un barrio estampado en el alma.

Cuentos

Polaroid

El reloj de la pared marca las diez y cuarenta y cinco de la noche, la libreta sobre mi falda, recién llegué de deambular sin rumbo, hasta que al fin lo encontré.

Hace ya tiempo que estoy perdiendo la magia de escribir, sólo algunos apuntes, reflexiones llevadas a mi libreta viajera, textos irrelevantes, timoratos, más bien frías sentencias. Hoy me atrapó una rebeldía adolescente que me insta salir, sin un rumbo fijo, pero con los sentidos abiertos como radar ruso en la guerra fría.

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