Polaroid

El reloj de la pared marca las diez y cuarenta y cinco de la noche, la libreta sobre mi falda, recién llegué de deambular sin rumbo, hasta que al fin lo encontré.

Hace ya tiempo que estoy perdiendo la magia de escribir, sólo algunos apuntes, reflexiones llevadas a mi libreta viajera, textos irrelevantes, timoratos, más bien frías sentencias. Hoy me atrapó una rebeldía adolescente que me insta salir, sin un rumbo fijo, pero con los sentidos abiertos como radar ruso en la guerra fría.

Polaroid

Me encuentro deambulando cerca de plaza Independencia, la ciudad se muestra en penumbra, el flujo de personas ha disminuido, ya no es hora pico, no se respira ansiedad, paradas de autobuses con rostros sin desesperación; de repente, la moto de un “delivery“ sube la vereda y me roza, inmediatamente observo hacia el interior del restaurante donde se detiene la moto, intento reconocer a alguien, es en vano, todos son extraños; giro mi cabeza hacia la izquierda para hacer lo propio con la parada de Río Branco y 18 de Julio, pero tampoco puedo identificar ningún rostro que me resulte familiar. Avanzo otra cuadra observando el entorno, la ciudad parece estar más oscura de lo habitual; atravieso los semáforos desestimando su luz, miro fijamente a los ojos de las personas que, de manera extraña mantienen en alto sus miradas, parecen cómplices de mi paseo.

A mitad de la cuadra, en el restaurante del niño y el “frankfurter”, en una de las mesas exteriores, reconozco el rostro de una chica brasileña que conocí hace unos años, me reconoce, intercambiamos miradas por un momento e inmediatamente volvemos a nuestros asuntos; parece mentira, pero las miradas duran un tiempo semejante a la importancia del pasado.

Comienzo a sentir hambre, así que decido recalar en el lugar más cercano, la más famosa de las “American Companies”, cruzo la calle y me dirijo en diagonal directamente hacia su acceso principal, de repente, me detengo; fiel a mi rebeldía adolescente tomo la decisión de no entrar e ir unas cuadras más arriba a su competencia más acérrima, el rey de la hamburguesa de Miami, ¡puta sí!, pero con quien yo quiero.

Sólo restan algunas cuadras, el establecimiento se ubica en la esquina de 18 de Julio y Ejido; atravieso la plaza Cagancha, lugar que alberga al famoso periódico nacional, tan popular como superficial, para que nombrarlo, ¿no?. Caminando a lo largo de la plaza me cruzo con una chica con la que trabajamos en el mismo edificio, jamás me saludó, esta vez piensa en hacerlo, lo logro ver en sus ojos, sin embargo, tampoco lo hace esta vez.

A pasos del lugar, habiendo sorteado Cuareim, Yi y Yaguarón, veo a mi derecha con algo de asombro, uno de esos kioscos de estilo bonaerense, sin puertas, excesivamente iluminado y con el mostrador rematado en curva sobre la vereda; plagado de golosinas que, mis ojos débiles de azúcar no dejaban de mirar: chocolates, caramelos, “waffles”, bombones, alfajores, galletitas, entre otras mieles; así que me hago la promesa de volver en busca del postre.

Finalmente arribo al establecimiento “fast food”, frío, pasajero y poco ameno; levanto la mirada hasta alcanzar la cartelera luminosa y observo las clásicas fotos surrealistas de hamburguesas preparadas en estudios fotográficos, impregnadas de silicona e iluminadas groseramente con quimeras; sí, conocer un poco de fotografía te hace sufrir desengaños más de lo habitual. Espero mi turno detrás de una pareja, hasta que una púber voz femenina me dice:

–Por acá señor.

Una sonrisa curva de quince centímetros y ojos verdes con pupilas de no menos de un centímetro de diámetro, se apresta a tomarme el pedido; pienso, pienso, pienso, ya no pienso.

–Lamento no ser habitué de este establecimiento señorita, tardaré demasiado en elegir el menú, ¿podría ser tan amable de hacerme una recomendación?

Ahí comenzó una serie de recitados primermundistas que parecían ser reproducidos por un robot; cada sugerencia podía ser agrandada por una módica suma de dinero, ¡patrañas!, detesto que quieran administrar mi hambre.

–No, no, ¡NO!, gracias, sólo la hamburguesa común que mencionó primero, un refresco y aros de cebolla, si fueses tan amable –le Dije.

–Tome asiento por allí señor que en un momento lo llamamos –respondió.

–Con gusto.

Más aún tras escuchar como los primeros acordes de “La hija del fletero” salen de los parlantes del fondo. La música puede cambiar la percepción de un lugar o una situación; estuve a punto de crucificar a Burger King hasta que sonó el primer acorde de esta canción; juro que los perdoné, les perdoné años de colesterol y marketing guerrillero por un acorde menor de una triste canción.

“Dieron sus labios rocío y no bebí.”

Previsible, desafortunada y poco sabrosa, la cena quedó en el olvido. Sentado en una incómoda y premeditada silla observo a través de la ventana otro local de la M gigante; ¡a la miércoles!, estos gremlins se reproducen, están por todas partes. Este se encuentra justo en diagonal, ocupando la planta baja de un edificio “Art Nouveau” reciclado. Fue una mala decisión darle una oportunidad a un establecimiento con tanto complejo de inferioridad; ¡siempre vas a ser segundo Burger King! Ahora entiendo por qué estás todo el tiempo haciendo publicidad para ofender a MC Donalds, siempre pendiente de atacar a tu rival; te di una oportunidad con el propósito de no caer en el gusto hegemónico, pero me defraudaste. En fin, si todos los segundos, en lugar de estar tan pendientes del primero, se dedicaran a hacer mejor las cosas…

Deseoso de escapar de aquí, con la esperanza que el postre borre de un plumazo la corona del rey, me dirijo hasta el kiosco mencionado párrafos antes; el mismo trae a mi recuerdo las caminatas nocturnas por Av. Córdoba.

Me acerco al mostrador y una chica muy amable -sin “speeches” norteamericanos berretas- me pregunta qué deseo llevar.

–Estoy mirando –le digo.

En un momento veo las clásicas barritas Toblerone; así que tomo una.

–25 pesos, señor –me dice.
–Otra más –le digo.
–Ahora 50 pesos, señor.
–Gracias, muy amable –me despido.

Así pues, atravieso 18 de Julio chascando Toblerone, impregnando de azúcar mis papilas gustativas. Si tuviera que escoger mis tres golosinas preferidas, elegiría a Toblerone, Ricardito y las galletitas Bridge, no tienen rival, están cósmicamente elevadas.

Me dirijo por Ejido rumbo al popular barrio de la Aguada mientras observo la marquesina luminosa de Grupo Cine Ejido; en la misma leo: “Luna de Miel en familia”; en este momento recuerdo el comentario de días atrás de mi amigo Diego:

–Fui con mis alumnos a ver una comedia de Adam Sandler, Luna de miel en familia –dijo.

Al tiempo que otro compañero menospreciaba las comedias riéndose a carcajadas, especialmente las protagonizadas por Adam Sandler. No es el género que más me conmueve, pero reconozco que las hay muy buenas. En esta película la partenaire de Adam Sandler es Drew Barrimore, quien fue mi amor platónico de niño; la descubrí a mis diez años en el cine de mi ciudad cuando con mis compañeros de escuela vimos E.T; ¡sí! la chica de la bicicleta voladora es Drew Barrimore. Listo, es el destino -dijeran los prosélitos de “El Secreto”-, quedó agregada a mi lista de pendientes.

De haber sido Diego, le hubiera dicho a nuestro compañero que etiquetar un género o denostar a un actor, es un recurso elemental, más aún considerando que detrás del aparente desparpajo y superficialidad de una comedia, se puede esconder -entre líneas- lo más profundo de la condición humana; en otro orden de cosas, si en algo se especializa el pensamiento elemental, es de sacar conclusiones apresuradas.

Superado mi recuerdo de Drew Barrimore, E.T, Luna de miel en familia y mi amigo Diego, para seguir avanzando por la popular calle que conecta la plazuela Cristobal Echevarriarza y la rambla de Montevideo (Ejido); en bajada y masticando los chocolates suizos.

Al momento de atravesar la siguiente calle, luego de esperar el cambio de luz del semáforo me estremezco, recuerdo la escena del choque, la Ford negra con el motor remangado en en la intersección de las calles, la señora de bruces en el suelo, gente gritando, dolor en mi rodilla, una extraña paz interior nunca antes experimentada, policías, ambulancias, aseguradoras, guinches, chusmas, alcahuetes, entre otros. Me vuelvo a observar sentado en el cordón de la vereda, comiendo una manzana, con la mente en blanco esperando la llegada de policía técnica. En aquel momento vinieron a mí unas ganas inconmensurables de escribir. Es extraño, pero al volver a pasar por este lugar me volvió a pasar lo mismo; ver la escena me devuelve otra vez las ganas de escribir; es como un destello.
Bajo por Ejido velozmente, acelerando el paso de manera constante y rebasando dominicanos como autos de carrera; la población de inmigrantes dominicanos están desplegados a lo largo de toda la calle Miguelete; los escucho repetir con voz chillona “vaina”, parece ser su muletilla predilecta. Tomo el atajo diagonal de la calle Gianelli hasta que llego a Nueva York, después Minas hasta arribar al pequeño y desgastado edificio “Art Deco” de la calle Asunción.

Trepo las escaleras, abro la puerta del apartamento, tiro los envoltorios de los Toblerone, enciendo la radio con la esperanza de escuchar algún blues conmovedor y me sirvo un vaso de agua. Tomo mi libreta de apuntes y arremeto sobre la hoja en blanco sin pensar, como me enseñó William Forrester, ya habrá tiempo de corregir.

El reloj de la pared marca las diez y cuarenta y cinco de la noche, la libreta sobre mi falda, recién llegué de deambular sin rumbo, hasta que al fin lo encontré.

1 COMENTARIO
  • Estramil
    Responder

    Muy bueno el texto. !!!

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