Principium

En el noreste del departamento de Artigas, ubicado al norte del Uruguay, en un pueblito de nombre Tomás Gomensoro y a orillas del Itacumbú, se encontraba un humilde ranchito de paja y barro, ese era el hogar de la abuela Elsa; alguien singular que vivía sola en esa tapera perdida junto al río.

Abuela Elsa

El apodo de “la abuela” fue dado por la gente del pueblo, ya que Elsa era una verdadera abuela para todos los niños, todos eran sus nietos; los ayudaba con sus actividades; estaba dedicada a ellos, se preocupaba de que se alimentaran debidamente, de que hiciesen sus deberes, les organizaba juegos grupales, los curaba del empacho, entre otras; les aseguro que la bondad de Elsa no entraría en este relato ni en ningún otro cuento.

La actividad más esperada por los niños se daba cita en su rancho, todos los viernes a la tarde; desde muy temprano amasaba kilos de masa para luego compartir con los niños, algo que los pobladores de Tomás Gomensoro llamaban: Las tortas fritas más ricas del mundo. Parecía algo exagerado, pero los lugareños daban fe de ello.

Allí llegaban infantes de variados alrededores y estratos sociales; hijos de peones de estancia, de comerciantes, de estancieros, de empleados de arroceras y los niños de un orfanato denominado «Los Caracoles»; este quedaba cerca del pueblo. Toda la tropa arribaba danzando al compás del humo de aquellas deliciosas frituras.

Había un niño de diez años proveniente del orfanato que, nadie sabe cómo, se las ingeniaba para mucho antes, atravesar el campo corriendo y llegar al rancho de Elsa en el momento que amasaba. Su debilidad no era solamente saborear las ricas tortas, sino observar del proceso de amasado y charlar con la abuela.

Ese niño se llamaba Joan, hoy en día es un amigo pintor y me contó esta pequeña historia que voy a relatar; una historia que recrea aquel instante privado de ambos.

Llegaba agotado de tanto correr, rápido, así evitaba pudieran verme; a los niños del orfanato no nos dejaban salir antes los viernes; el cura nos decía que si hacía diferencia con uno, luego debería hacerla con el resto; así que ante su argumento, no tenía otra alternativa que escaparme. Hoy pienso que, en el fondo, no le importaba que me escapara.

Elsa me generaba misterio, no entendía por qué era tan distinta al resto de las personas; incluso el padre Cacho, aún con el amor que nos brindaba, también era una alguien normal; pero ella era diferente; hablaba poco y cuando hablaba nos hacía pensar. Todavía recuerdo el día que un padre llegó a su rancho para dejar a su hijo, y empezó a contarle sus problemas; le decía que su mujer abandonó y que había perdido su empleo. La abuela le contestó:

«Primero hay que perderlo todo, vas por buen camino.»

En ese momento no comprendí qué fue lo que quiso decir; así y todo, intuía que en esa respuesta había algo más. Tenía el deseo de charlar a solas con ella para hacerle preguntas. Quería saber por qué todo el mundo tiene que tenerte lástima por ser huérfano; no entienden que eso a mi no me afecta, yo no tuve padres que perder; como una persona que nace ciega, no conoce otra circunstancia.

Al fin cumplí mi sueño; una tarde cuando mis compañeros dormían la siesta en el orfanato, me escabullí por la ventana del fondo, trepé el muro lindero al lugar y pasé por encima del techo del almacén de Don Jacinto; llegué a la calle que conduce al campo; después de una larga caminata, arribé a la puerta del rancho y golpee las manos hasta que me recibió.

– ¿Qué lo trae por aquí a Joancito? –dijo ella.
– No le diga nada al padre Cacho.
– Quédate tranquilo que no diré nada.

Me hizo pasar y sin mediar más palabras, retomó su tarea de amasado. Siquiera me miraba, sólo amasaba; eso fue lo primero que captó mi atención; por lo general los grandes tratan de darte consejos, ponerte límites. Me acerqué hasta a la mesa vieja de roble y empecé a apreciar como trabajaba; alargaba la masa con un rodillo de madera, la extendía con fuerza hasta los extremos de la mesa; la dejaba firme y elástica. La masa era la extensión de sus manos; ahí fue que comprendí que las delicias nacían en su pasión por hacerlas; trabajaba con dedicación cuidando cada detalle.

– ¿Por qué sos tan buena Elsa? – le pregunté.
– Porque lo perdí todo Joancito – contestó ella.
– ¿Qué perdiste Elsa?.
– A mi hijo en el vientre, luego a mi compañero. Me sentí despojada, pero después entendí que la vida continuaba y que nuestro amor no puede depender de las circunstancias. Así que elegí brindárselos a ustedes, a vos, a tus compañeritos del orfanato y también a los hijos de los padres ricos; porque, aunque no me creas, son quienes más lo necesitan.

Ese día develé el misterio; no era normal. En mis cortos diez años jamás escuché a un mayor hablar de esa manera; hasta entonces lo que les escuchaba eran frases vulgares: «esto no se hace», «esto no está bien, «esto no se dice», «esto no se puede», «¡qué lindo!», «es igual a la mamá», «es igual al papá», bla, bla, bla.

Escucharla me ayudó a responder algunas preguntas. Hay asuntos que dependen del lugar desde dónde se mire. Elsa era feliz brindándole amor a los niños; aún habiendo perdido todo. Muchas personas no han sufrido grandes tragedias, pero aun así son miserables y tristes. Entendí la razón que la mantenía cerca de nosotros. Los niños somos transparentes, únicamente nos interesa jugar y comer cosas ricas; no andamos por ahí criticando la vida de los demás. Más que consejos, necesitamos una palabra profunda que nos permita sortear los fantasmas que azotan nuestros sueños.

Cuando me tocaba perder al fútbol, quería que alguien me dijese que el fútbol y ganar no eran tan importantes, pero hacían lo opuesto; nos hacían sentir que en eso se iba la vida. Cuando precisé cómplices, ninguno aparecía; a la corta o a la larga, me delataban. No podía confiar en nadie. Elsa era nuestra verdadera amiga; nos tranquilizaba, nos trataba como iguales; no hacía diferencia entre lindos, feos, ricos y pobres; para ella teníamos el mismo valor. Su presencia fue algo sobrenatural para nosotros.

Los grandes creen que los niños somos ingenuos; se equivocan, tenemos una sensibilidad mayor, porque aún no estamos adoctrinados. Los niños del orfanato éramos temerarios, mucho más que un adulto; arriesgamos nuestra vida en las peleas de la parroquia, atravesando alambradas o trepando árboles. Hasta que un día llega la adustez y nos volvemos timoratos en busca de seguridad. Me llevó veinte años decidirme a ser pintor, dedicarme a lo que amo; tuve miedo de fracasar, miedo de no vivir de mi trabajo; ese miedo fue la escuela de los adultos.

Lo que hoy tengo, se lo debo al cura y a Elsa; el padre Cacho me dio un hogar y me alimentó; Elsa me alimentó el alma. Cada una de mis preguntas recibía una respuesta repleta de amor. Pasé horas de mi niñez compartiendo en privado con ella; pregunta tras pregunta, respuesta tras respuesta; pero ya es muy tarde y arrebata el sueño, quizás otro día les siga contando.

7 COMENTARIOS
  • julio.lepore
    Responder

    Toda una sabiduria…..

  • rosa blanca diaz
    Responder

    Es uncuento muy hemos tranquilo y con moraleja
    .

  • Debora
    Responder

    Nosotros también tuvimos una abuela como Elsa. Son personas especiales que pasan por la vida de uno dejando huella en el alma. Irreemplazables

  • Ana
    Responder

    Muy acertado lo que relata el autor. Me gustó

  • nelida vazquez
    Responder

    ¡ Mi abuelita Ana ! Así era ella…manantial de sabiduría… y analfabeta…

  • Elena
    Responder

    Estas vivencias son ejemplos de vida de aquellos que no vienen a este mundo solo a transcurrir sino a servir dejando en todo aquello que toca la magia de convertir el dolor en felicidad

    1. elsa hurtado V nany
      Responder

      Que cosa,y casualidad yo abuela me llamo Elsa y uno de mis nietitos se llama Johan,y amo demasiado a mis nietos y a todos los niños no me interesa religion,color,posicion social,solo darles amor y tambien invitarles muchas veces cosas que a ellos les agrada.Sera que todas las Elsa tenemos ese don???Gracias mi Dios porque aun a mis años puedo servir.

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