Verano oxidado

Quiero caminar la ciudad entre callejuelas, tugurios y bares; observar caras extrañas, parejas, el trabajo de los mozos o escena interesante que tenga para compartir mi entorno. Es una de las formas de salir de mi cárcel mental.

Típica noche de enero en la ciudad, camino serenamente sobre el cemento caliente hasta llegar al bar donde acostumbro cenar esporádicamente, hoy los camareros tienen caras abominadas, el día sofocante y la impotencia por no tener vacaciones los deja así. El lugar exuda tedio; me recuesto sobre una de las mesas al fondo hasta que se acerca una moza llena de desgano para ofrecerme la carta.

La reviso y mientras tanto le pido que me traiga una medida de Jameson y un vaso de agua.

–No tenemos Jameson señor –me contesta.
–Entonces J&B –replico.

Tras acercarse con el pedido, me dice:

–Nos queda la última medida de este whisky señor, ¿desea tomarlo de todas formas?

Pensé unos segundos y le contesté que sí. El maloliente vaso de soda sumado al ambiente hostil, me hacen salir despedido del lugar como un cohete; por si fuera poco es la última medida de Justerini & Brooks ¡Me tomo los vientos! Hasta hoy era mi bar predilecto, pero las predilecciones al igual que los romances, son finitos.
El televisor colgado de la pared no para de reproducir la catarata de goles recibidos por mi equipo; parece un plan pergeñado por una ex para joderte la vida. Con mi mano derecha manoteo la libreta y el bolígrafo que tengo guardados en el bolsillo lateral de mis bermudas. Cuando el universo conspira en mi contra, mi némesis es escribir. Es impensado hacerlo en medio del goce.

Levanto la mirada y observo personas en otras mesas, hay tres parejas. Es un bar angosto y alargado que ocupa la mitad de la cuadra, paralelo a la calle Barrios Amorín, llega hasta la esquina con 18 de Julio. Caras serias y mesas repletas de comida poco espiritual. El hastío conduce inexorablemente a la ingesta compulsiva. Montañas de papas fritas rodeadas de potes con aderezos. De pronto desde una de las mesas linderas se pone de pie una señorita que se dirige al baño; morocha, pelo largo y shorts de jean; al pasar frente a mi mesa sostiene su mirada, la que luego se desvanece hasta desaparecer detrás de un biombo. Tras unos pocos minutos observo llegar una familia que toma asiento en otra de las amplias mesas contiguas a la mía, el grupo de humanos llega acompañado de discusiones, gritos y revuelo. Esto último, junto al vaso de whisky que está llegando a su fin, me hacen purgar el destino para ir por otro whisky y otra historia.

Después de tomar la primer y última medida de whisky en este antipático bar, salgo errante hasta llegar principal avenida indeciso de qué camino tomar. La diestra implica recalar en boliches longevos como el Mercado de la Abundancia o algún bar de la calle San José; en cambio la izquierda me lleva a los lozanos tugurios de moda de la calle Rodó. Decido seguir el azar de los semáforos, el que tras unos segundos me conduce a la izquierda. Ahora me dirijo por constituyente hasta Rodó en busca de mi siguiente destino, Torrente, el bar que lleva el nombre del brazo tonto de la ley. A esta altura estoy con un hambre de lobos, ojalá haya una mesa exterior, ya que hace demasiado calor para estar encerrado; por otra parte los afuera tienen su encanto. A pocas cuadras del lugar diviso su marquesina iluminada, buen presagio. Al llegar observo una mesa vacía exactamente en la esquina, en otra época del año es improbable conseguir una mesa libre. Arribo, pido mi clásica medida de Jameson -por suerte acá sí hay- y una picada de parrilla. La mesa se ubica exactamente en la esquina de las calles José Enrique Rodó y Juan Antonio Rodríguez, sobre la vereda; espero no despiste ningún bólido porque seré fiambre.
El lugar es más amigable que el anterior, sin embargo, en esta época del año es difícil encontrar otra cosa que no sea hostilidad en Montevideo. En Uruguay existe una fobia generalizada que asocia la felicidad con estar la primera quincena de enero en un balneario de moda. Es una especie de capricho que, de no ser satisfecho, despacha alertas de desgano. Prefiero Montevideo en verano y las playas en invierno, es la mejor forma de estar a salvo de la estupidez.

Ahora estoy tomando whisky irlandés y escribiendo sin pausa sobre la mesa exterior de Torrente. Levanto la cabeza y observo cuatro personas en una de las mesas a mi derecha, dos hombres y dos mujeres; uno de ellos, quien me da su espalda, tiene una remera con la inscripción: Iron Maiden – Tour 2006. Iron Maiden -doncella de hierro- fue un instrumento fabricado en Alemania para torturar y ejecutar, aparece en la literatura romántica y se hace popular a través de la obra del novelista Bram Stoker, “The Iron Maiden” de 1893, de ahí toma el nombre la banda británica. Era de prever, en las mesas de la ciudad en verano no hay bucólicos ni pequeños fariseos.
La cena tarda y nada despierta mi interés, pero de repente veo llegar una pareja, él un muchacho de unos veinticinco años y ella una mujer de cincuenta aproximadamente. Espero algo interesante de las parejas que vencen los prejuicios mundanos; así que me dispongo a observarlos disimuladamente. Al final no puedo registrar nada, ya que se escabullen dentro del lugar. Espero otro rato, estoy decidido a hacer efectivo el pago del whisky e irme; parece que estuvieran descongelando la carne. Muevo la silla hacia atrás, me paro, pero justo en ese instante se acerca la moza con el pedido -luce exquisito-, igualmente le confesé que estaba levantando mi trasero para marcharme.

–Disculpe señor. –dice la camarera.

Comienzo a degustar el manjar al tiempo que me siento observado; se supone que alguien normal no sale solo a cenar; debería hacerlo de a dos o más personas, cada transgresión al canon rompe la hegemonía, por lo tanto, capta la atención mundana. Debo reconocer que la picada y las guarniciones son muy sabrosas, mucho más que esta frígida noche de verano.
Termino de comer, pago la cuenta y subo por Juan Antonio Rodríguez hasta 18 de Julio. Haciendo honor a mi ansiedad cruzo la principal avenida a mitad de cuadra esquivando autos hasta tomar Fernández Crespo; nunca había llamado mi atención el nombre de esta calle hasta que leí una vez que Fernández Crespo fue el primer presidente de Liverpool FC; ese día quise a esta calle, y hoy ya es un reflejo condicionado. Daniel Fernández Crespo fue un maestro y político uruguayo que impulsó y concretó en el parlamento las leyes de seguro de accidentes de trabajo, jubilación para la mujer, subsidios por desempleo, jornadas especiales para la industria insalubre, entre otras leyes. Atravieso Colonia y olfateo el olor nauseabundo del carro de chorizos de la esquina; hace tiempo que mi gastritis prescinde de la comida callejera. Avanzo sobre el costado del edificio BPS -Banco de previsión social- que, de forma deliberada quizás, da su fachada sobre la calle con el nombre del paladín.

Tras avanzar unos metros veo una atractiva señorita fumando marihuana en el escalón de la entrada a una casa antigua. Al tiempo que me rebasa caminando un muchacho de unos diecisiete años, pelo decolorado, ropa deportiva estilo hip hop y aspecto de vandálico. Pasa frente a la chica y queda subyugado de excitación -por la señorita y por la hierba-. Ambos seguimos avanzando en tándem por la calle que desembocará, a la postre, en el Palacio Legislativo Cruzamos Mercedes, Uruguay y cada varios pasos el muchacho gira su cabeza para mirar quién lo sigue, se percata que soy el único. Suena mi celular, bajo la cabeza y lo tomo del bolsillo; es una llamada perdida de un amigo que, me llama seguramente para opinar acerca de los libretos de las murgas que están dando la prueba de admisión. Al levantar la mirada veo al muchacho de pelo decolorado frente de mí, siento su respiración agitada y su soplo alcohólico. Me está apuntando con una Smith & Wesson oxidada calibre treinta y ocho -ligera y potente, ex arma reglamentaria de la policía-. Sus pupilas están dilatadas por los alcaloides; huelo odio encarnado en su mirada.

–Dame el teléfono pelado, dame el celular o te agujereo –sentencia.

No pronuncio palabra, tomo de mi bolsillo el teléfono y se lo alcanzo. Lo agarra torpemente y se le cae; cualquier aprendiz de Krav Magá lo hubiera reducido sin mayor dificultad -no es mi caso-. Evidentemente está perturbado por los estimulantes y el alcohol. Cuando se incorpora percata que mi teléfono es de gama baja; se indigna, porque quizás, el dinero que obtenga por este aparato no llegue siquiera a pagar un chasqui de pasta base.

–Este teléfono es una mierda pelado –me grita.

Sigo con la mente en blanco, aún no soy consciente de la situación.

–Tengo plata, la voy sacar de la billetera, ¿Querés guita? –le digo.

Me mira sorprendido, piensa que le estoy tomando el pelo.

–Date vuelta y sacala de espaldas –me dice.

Giro, tomo la billetera de mi bolsillo trasero derecho y agarro lo que tengo, mil quinientos pesos –U$S 50 aproximadamente–.

– Tiralos al piso que los agarro –me dice.

Mientras toma el dinero observo como su odio disminuye ostensiblemente.

–Ahora si pelado –exclama.

Da la vuelta y se aleja caminando hasta que vuelve a girar la cabeza para controlarme.

–Pibe ¿y la remera?, ¿no te vas a llevar la remera?, es Nike, dry-fit, te va a quedar mejor –le digo.
– ¿Estás enfermo pelado?, ¿qué te pasa?, bueno, dale, tirámela –me dice.

Saco mi remera, la hago un puñado y se la tiro. La toma y se va corriendo. Continúo caminando hasta que en determinado momento empiezo a temblar; mi cuerpo comienza a manifestarse tras el suceso. Evoco con claridad el revólver y pienso si realmente estaba cargado, también el estado que tenía el pibe. Mi vida estuvo a merced de su adicción violenta. Ahora siento angustia, camino con dificultad, todo mí alrededor parece amenazarme, cada persona que cruzo se vuelve una potencial amenaza. Recuerdo dos personas que vieron la situación desde la vereda de enfrente, ambas observaron el suceso evitándolo cobardemente. Las cuadras restantes hasta mi casa son eternas. Arribo al edificio, trepo las escaleras y saco las llaves de mi bolsillo trémulamente. No hay luz en el pasillo y no acierto la llave en el ojo de la cerradura. Volteo temeroso, siento a alguien detrás, pero es mi miedo. Al fin acierto la llave, entro y enciendo todas las luces de la casa. Me sirvo un vaso de whisky sin hielo y lo bebo de un sorbo. Hago un racconto hechos, no entiendo como tuve la osadía de ofrecerle plata y posteriormente la remera. Cuando recuerdo el monto de dinero que le di, viene a mi mente este verso de Bukowski: “Acuérdate de que no hay un pedazo de culo en este mundo que valga más de 50 dólares”. Estuve a nada de morir a manos de alguien que ni siquiera odio, alguien que, de haber pedido le regalara el teléfono, lo hubiera hecho.

Estabilizadas mis pulsaciones cavilo mi cinismo frente a la situación, quizás, haya sido a causa de mis casi muertes anteriores; el día que mi padre me rescató del mar a punto de ahogarme, la insuficiencia digestiva a mis seis años, el accidente de la camioneta donde golpeé mi cabeza sobre la vereda para quedar inconsciente y mis dos sobredosis ¿Qué sería de la vida sin la muerte?, ¿qué pasión hay detrás de un amor que no ha de morir? No lo sé, pero ahora soy eterno como el tiempo, no existe arma capaz de matar estos versos ni culo en el mundo que valga más de 50 dólares.

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